Podcast · Susurros del alma femenina

El poder de la maternidad: Un discurso inspirado en la Inmaculada Concepción

Les presento un discurso elevado a la Virgen María y a las madres en una celebración para ellas en un pequeño colegio. La oradora es una niña de nueve años que avivó el corazón de las madres con estas modestas y ciertas palabras. Espero, puedan observarlas desde el corazón.

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¡Salve llena de gracia!

Hoy te saludo, Santa María, Madre de Dios, de la Iglesia, de la humanidad, como acertadamente te saludó el Ángel Gabriel. «La llena de gracia», en griego significa la que está sin ningún pecado. Pues así te conservó Dios dentro de su plan de salvación. Por tanto, los santos padres de la Iglesia, por iluminación divina, te han dado el título de «La Inmaculada Concepción».

“Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron”, le dijo una mujer, admirando a Cristo en medio de una multitud. Nuestro Señor confirma estas palabras al indicar que, la grandeza de María viene, ante todo, de escuchar la Palabra de Dios y guardarla en su corazón. Dios no necesitaba una familia o una madre, pero quiso nacer en medio de una y, como humano que se hizo Cristo, vivió esa fecundidad de amor a imagen y semejanza del Altísimo: «Tan grande es una Madre que hasta Dios mismo quiso tener una.»

Si por Adán y Eva la humanidad cayó en desgracia, por medio de Cristo y el SÍ de María, se salva. Como madre está unida a ÉL y, por tanto, su corazón fue traspasado sufriendo un fuerte dolor por su hijo crucificado. De no ser por el mismo Cristo y entender el significado de su sacrificio, hubiese dado su cuerpo para recibir los latigazos y ser crucificada. También, con dolor y esperanza soportó vivir en la pobreza, dando a luz a su hijo en una caverna y viviendo en discreción la santa vida doméstica. Nuestra Santa Madre es el ejemplo más grande de maternidad y feminidad. Por gracia de Dios puede soportarlo todo con fuerte amor.

Esta Madre nos la dio Cristo a la humanidad, cuando le dijo al joven Juan “ahí tienes a tu madre”. Porque María es la mejor abogada, intercesora y consoladora. Ella conoce la necesidad de sus hijos sin que alguien se lo diga, busca que obtengan lo que les falta. Como cuando Cristo hizo su primer milagro, fue en una fiesta de bodas: convirtiendo el agua en el más exquisito vino. Aunque, Cristo no quería hacerlo, pero era mamá quién con fe se lo pedía, seguramente, con una dulce voz y una bella sonrisa de la cual, ni el mismo Cristo pudo resistir. 

La fecunda maternidad es la prueba más grande que Dios le ha dado a la humanidad de su existencia. Al tener semejante don de ayudar a Dios a crear vida desde sus entrañas, la madre es sagrada. Es un duro y a veces, inexplicable milagro. Es cierto. Pero toda experiencia bella tiene una parte de dolor que le da sentido: o, ¿cómo entiendes, oh, madre, que seas tan tierna y a la vez, tan capaz de proteger con bravura ese hijo acabado de nacer en tu seno?

¿Cómo sana una madre con amor?

En María, querida mamá, sabrá educar en la virtud de la templanza con caridad; el dar buen ejemplo, la constancia y la paciencia. Una madre puede trabajar día y noche por el cuidado del hijo, Esto puede agotar. No obstante, Dios les ha dado semejante fuerza de amor para restaurar al que sufre y está perdido, al que necesita encontrar el camino y, sobre todo, ser protegido e instruido. Esto es también feminidad, porque en su naturaleza de mujer y madre, Dios las ha hecho tan delicadas, sensibles, tiernas y, al mismo tiempo, tan decididas y poderosas.

Las diligencias urgentes, el trabajo y los quehaceres, no dan tiempo, lo sé. Sin embargo, los niños necesitan caricias, que los tomen sobre sus rodillas y los abracen para que sientan que los aman. Pueden educar en amor, sin hacer de los niños unos caprichosos. Muchos niños sufren porque no son amados, no recuerdan haber recibido un beso, porque tenían hambre de afecto y no lo lograron.  Si eres fría, sepa mamá que, este es un medio que hace perder el afecto y la confianza.

Sean siempre justas en la distribución de la ternura, no olviden a nadie: “amen a todos sus hijos con el amor de caridad que busca a Dios en todo». Recuerda cuánto Jesús ama la infancia. Sepan compadecer las miserias del niño que, aunque no parezcan graves y no conozca las torturas del alma de un adulto, tiene agonías a su medida; interésese por sus penas, escúchalos desde el corazón y explícales que, los aman cuando vienen a contar todo lo que les preocupa. No pierdan ninguna ocasión para unirse afectivamente con sus hijos y familia. Así, se los ganarán cuando estos sean jóvenes y vengan con sencillez a buscar consuelo en sus madres.

No permitas que una sociedad de valores desfigurados les robe a sus hijos. Ustedes son las dueñas de formar al niño en un adulto cuidador de la santidad de su propia alma; de tener criterio y sensatez; que defienda la verdad, la justicia de todo aquello que destruya la dignidad humana. Tal vez, nadie les agradezca esta sagrada labor, pero de cara a Dios, como donadoras de vida y cuidadoras de las almas más inocentes, su triunfo está en el cielo.

No están solas, recuerden que tienen a Jesús y a María para encontrar: consuelo cuando se sientan frustradas, paz cuando estén en la tormenta y respuestas cuando sientan que todo podría estar perdido. Mantengan siempre la Fe en Dios como María, con pureza, modestia y valor para que jamás pierdan el verdadero amor que salva.

A Santa María, le rogamos que, guíe a todas las madres del mundo, sobre todo, a aquellas que se sienten solas, decaídas, angustiadas. Que asista y bendiga a las madres embarazadas, preocupadas por el futuro del bebé y el suyo. Ayuda a todas las madres a encontrar fuerzas y santificación en su maternidad en Cristo. Resguarda y bendice a sus hijos. Ayúdalas siempre, oh, Madre, en las más profundas necesidades espirituales y materiales.

A ustedes, queridas madres: 

Que sus hijos cuando las contemplen de frente, bañándose a la luz de sus ojos, puedan exclamar con gozo y amor: “Por el alma que tu alma me dio, ¡que Dios te bendiga, madre!1

Dios y la Virgen les acompañe

  1. La Madre Educadora, P. Eduardo Pavanetti ↩︎

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